Había comenzado a sonreír. Después de tanto tiempo en el que los ojos se le habían acostumbrado a un exceso de lágrimas.
Nunca había creído en los milagros, pero esta vez entendió que existe una diosa llamada fortuna y que por fin los dioses le concedieron un trato de favor.
Poco a poco, sin darse cuenta, fue abandonando los miedos, las incertidumbres. Se fue acostumbrando a sonreír de nuevo cada vez que se miraba en el espejo, a sonreirle al viento, a sonreirle a los nuevos amigos, hasta a su propia sombra.
Fue, primero como una brisa, lo más parecido a una dulce ráfaga de viento de primavera. Más tarde tomó la fuerza de un huracán. Llevándose por delante desgastes y soledades, su mirada se acompaña ahora de un brillo de felicidad y las ojeras ahora también eran de horas negadas al sueño a favor de eso que enseguida llamó magia, ver al cielo.
Tiempo de amaneceres infinitos, de nuevos amigos, de tatuarse la piel, de historias que la memoria le traía cuando la tristeza quería instalarse, de buscar que su cuento pudiera tener un final al menos feliz.
Pero lo que ella no sabía es que los huracanes acaban convirtiéndose en tornados, y que más pronto de lo que quería y mucho más de lo que se hubiera imaginado, las fuerzas de la naturaleza se volverían en su contra. Y sentiría otra vez cómo lo que la sujetaba al suelo, saldría volando, dejándola desnuda, asustada, con miedo. Otra vez.
Ella ahora también sabe, que los sueños, de vez en cuando se cumplen, que parece difícil pero que no es imposible, y que no importa si las pesadillas no tardan en aparecer, y que no importa si cada día al despertarse no quiere dejar de pensar cómo volver a que su sueño se haga realidad.
Porque un tornado, al fin y al cabo, acaba desapareciendo. Y tras la tormenta siempre llega la calma.
Al menos, eso dicen.