por Rosario Hernández

Máximo tenía 11 años. Corría el año de 1968 y amaba jugar, con su hermana Sara de 11 años, a ser unos valientes pistoleros del viejo oeste. Habían crecido escuchando todas esas historias de vaqueros gringos que se jugaban la vida en el desierto de Estados Unidos y lo más parecido a eso era su pueblo, Comonfort, Guanajuato, de donde él y su familia se desplazaron para llegar a la Ciudad de México, años atrás. Él era el único hombre, además de otros 3 que nacieron en la familia Téllez Laguna y que, desgraciadamente, no sobrevivieron a los pocos meses o días de nacidos. La familia también estaba compuesta por 6 niñas más, además de papá y mamá. Llegaron a la capital mexicana con la esperanza de un mejor futuro, porque las grandes urbes significan progreso y mejores condiciones de vida, se supone, para todos.

Una tarde, Máximo caminaba sobre Calzada Ermita Iztapalapa en la frontera entre Iztapalapa y Coyoacán. Entonces, un coche lo atropelló en la esquina de dicha calzada con la ahora calle de Capricornio, en la colonia Prado Churubusco. Hasta el lugar llegó doña Concha, su mamá, quien era vendedora de quesadillas. Ella, junto con su esposo, habían logrado sacar a flote a su familia de 9, que en ese momento se convirtió en una familia de 8 porque Máximo murió de manera instantánea en aquel hecho vial.

La familia pasó los siguientes meses tratando de buscar justicia mediante un abogado al que le pagaron con los pocos ahorros que habían logrado juntar. Si bien se logró meter a la cárcel al asesino de Máximo, la sentencia de la familia por ser víctima indirecta de un hecho vial les costaría muy caro, a ellas y a las siguientes generaciones de la familia.

 

Todas sus hijas tuvieron que abandonar la escuela varios años para pagar el abogado y los gastos que había generado la pérdida de su hermano Máximo, el único hombrecito de la familia, que ahora había pasado a formar parte de esa dolorosa lista de hermanos hombres a quienes no tuvieron la oportunidad de ver crecer. Pasaron de usar los uniformes escolares a portar los uniformes de trabajadoras del hogar, en casas de clase alta de la joven colonia Unidad Modelo, en Iztapalapa.

Pasaron muchos años para que la familia pudiera recuperarse económicamente de esa situación. Sin embargo, prácticamente ninguna de ellas regresó formalmente a la escuela porque con los años, doña Concha enfermó de diabetes y la sugerencia del médico fue que tomara un camión de regreso a Guanajuato para vivir una vida más tranquila. La huella de la desigualdad económica estaba presente en la familia a raíz de la pérdida de Máximo, pues a pesar de que ellas tenían trabajos distintos, el dinero no alcanzaba para tratar ahora de hacerse cargo de su mamá.

Al cabo de varias décadas, Sara recuerda apenas el dolor de haber perdido a su compañero de juegos y al hermano con quien mejor se llevaba. Apenas recuerda si el abogado logró meter a la cárcel al conductor que mató a Máximo y apenas recuerda a su madre llorando durante varios días la pena de haber enterrado a su hijo en el Panteón Civil. Tal vez apenas lo recuerda porque el trauma de haber perdido a Máximo fue tan grande, que la memoria prefiere olvidar, tan así que solo se resignaba a decir que “solo se murió y ya”.

Sara no regresó a la escuela hasta un par de años después, y abandonó la secundaria más tarde por los mismos motivos: la economía familiar precaria. Cuando Máximo murió, su familia se encontraba juntando algo de dinero para hacerse de un terreno en la Ciudad de México porque llevaban varios años rentando en la calle de Sur 89, en los terrenos traseros de una fábrica de ladrillos con quienes compartían vivienda con otros familiares cercanos. Años después el dueño congeló la renta y dejó de cobrarles, hasta que murió en 2003. Entonces fue lanzada con su primo Pedro y sus familias, quienes eran los únicos que seguían viviendo en dicho lugar. Les dieron a ambos un apoyo de 50,000 pesos y un mes para salir de ahí, después de más de 40 años.

A Sara nunca le alcanzó para poder comprar un terreno en otro lugar y ser madre soltera tampoco le permitió encontrar alguna otra opción para hacerse de una casa. Si bien había podido tener otros empleos mejor remunerados una vez que llegó a la edad adulta, en su último trabajo formal la despidieron porque la empresa la corrió debido a que salió de emergencia para buscar un médico por una crisis de presión alta que estaba padeciendo, a sus 41 años.

Y pasó entonces de ser recepcionista de un estudio de fotografía a tomar nuevamente el mandil y la escoba, después de más de 20 años, para ser nuevamente trabajadora del hogar. Si bien está agradecida con el trabajo doméstico porque así pudo darle comida y estudio a su hija, reconoce que le hubiera gustado que las cosas fueran diferentes. Ella quería estudiar Derecho y no pudo hacerlo debido a que los gastos en casa apremiaban. Le hubiera gustado crecer junto con su hermano y verlo tener una familia o estudiar.

El único recuerdo que Sara tiene de Máximo es una foto rota donde están ambos en las escalinatas de una iglesia después de recibir la primera comunión. Y hasta hace unos meses, supo el nombre del origen del dolor que le causó tanta desigualdad económica a su familia y cuando todo le hizo sentido, entendió muchas cosas. Todos habían sido víctimas de violencia vial y la situación traspasó tres generaciones, porque de la pobreza no se escapa fácilmente.

Hoy, analiza que el parteaguas de la desigualdad económica que sufrió ella y toda su familia fue el atropellamiento de Máximo, su hermano y mejor amigo. Hoy, analiza con otros ojos la situación y trata de indagar en su memoria cómo fue el siniestro, cuál fue el error, si el conductor estaba ebrio, manejaba dormido, si el coche tenía alguna falla o qué fue lo que pasó y si se pudo haber evitado. Nada cambia, pero no había hecho conciencia de cómo sucedió todo.

Porque cuando el progreso que suele significar la industria automotriz se construye con los pedazos de las vidas destruidas de los usuarios vulnerables de la vía y de los mismos usuarios de vehículos en hechos de tránsito que se pueden prevenir, el progreso se transforma en retroceso.

“¿De qué sirve que México tenga autos baratos si los mismos autos mal acondicionados causan la pobreza a quien se supone debería adquirirlos?” me dijo ella una vez que todo le hizo sentido, hoy, a 55 años de que Máximo no está.

Y el dolor, hasta entonces dormido, despertó.

 

A mi pequeño tío Máximo. 

 En México, de acuerdo con el Secretariado Técnico del Consejo Nacional para la Prevención de Accidentes, diariamente mueren alrededor de 44 personas en las calles como consecuencia de un accidente de tránsito. Los motociclistas, ciclistas y peatones,  a ellos la Organización Mundial por la Salud los califica como usuarios vulnerables de las vías, lamentablemente,  son quienes más mueren por hechos viales representando el 65% de los 16 mil decesos, sumando a más de 170 mil que resultan con lesiones severas, anualmente, de éstas últimas quiero hablar porque, aunque sobreviven los siniestros de tránsito les puede cambiar la vida por completo en un segundo por factores que se pudieron haber evitado.

Darío Aceves, abogado de profesión, mexiquense, solía utilizar la motocicleta como su herramienta de trabajo y como su medio de transporte en la vida cotidiana, además de ser su pasión. En México, las motocicletas, así como los medios alternativos de transporte, su uso ha ido en incremento en las grandes urbes porque significan un ahorro en combustible y porque los tiempos de traslado son más reducidos, pero el crecimiento de la seguridad vial para este tipo de usuarios no ha incrementado de manera paralela.

Desafortunadamente Darío sufrió las consecuencias de ello, aún teniendo las medidas de un buen conductor. El primer accidente que tuvo fue cuando cruzaba una avenida en la motocicleta, el conductor de un auto particular no respetó la luz roja del semáforo y lo embistió.  Siguiendo las medidas de seguridad, Darío portaba su casco, lo que contribuyó a reducir los daños del impacto sobre su cuerpo que resultó en la factura de una de sus muñecas. Pero claro que significaba un cambio en su vida, porque no podría conducir su motocicleta o algún otro vehículo durante su recuperación, impacto económico familiar por los gastos en cuidados, por sustitución en su transportación y limitación en su trabajo, se podría pensar que las consecuencias del hecho de tránsito fueron menores pero la vida cambia sin esperarlo.

Pasó el tiempo, su muñeca se recuperó y volvió a utilizar su motocicleta para realizar su trabajo dando asesoría legal de cobranza. Conduciendo nuevamente, un vehículo pesado que transportaba mercancías de una reconocida marca de refrescos lo arrolló, arrastrándolo varios metros junto con su motocicleta, ocasionándole lesiones severas en una de sus piernas que ameritó diversas cirugías y estancias en el hospital (con entradas y salidas recurrentes), la recuperación tardó un año, pero no su pierna no quedó como antes del siniestro. La empresa se negaba a pagar los daños provocados en un principio, pero él siendo abogado inició una lucha por la reparación. Esta vez, los costos en su salud, vida y economía fueron más altos que el primero.

Durante este periodo Darío tuvo a su hijo anhelado, la vida le había cambiado por completo, los planes le figuraban una vida paternal bonita pero el hecho vial lo llevaron por otro camino. El impacto del segundo siniestro, le desencadenó en una aguda diabetes mellitus tipo 2 que deterioró sus riñones, requería de tratamientos y diálisis, pero su larga recuperación de la pierna en hospitales públicos, lo llevaron a no querer regresar ni saber más de ellos. 

 Su lucha contra la compañía involucrada en el hecho de tránsito iba avanzando, le iban a pagar una pensión vitalicia como parte de la reparación. Disfrutando de su familia, salió de paseo por carretera al sur del país, conduciendo largas horas, realizó el viaje de su vida para crear memorias como llevar a su hijo a conocer el mar. De vuelta a la Ciudad de México, su estado de salud se deterioró gravemente, sus riñones ya no funcionaban y ya no había nada qué hacer, finalmente el 20 de marzo del 2018, Darío Aceves murió a los 43 años, es por eso que ahora yo, su prima tengo que contar a grandes rasgos la historia, en su lugar, viendo crecer a un niño sin su padre, pensando en cuantas memorias junto a su padre le fueron arrebatadas.

Mientras escribo, no puedo concebir el número de víctimas mortales de siniestros viales que como Darío no están en las cifras oficiales por no haber muerto en el lugar, por ser “víctimas indirectas” porque el hecho vial los impactos en su salud física como mental en el mediano y largo plazo; también pienso en qué las políticas públicas no les han hecho justicia a esas víctimas que sobreviven pero que su vida no vuelve a ser la misma, en memoria de todos ellos este blog y llamado.

Con demasiada frecuencia, los conductores no ceden el paso a los peatones en los cruces de peatones, ignoran los carriles para bicicletas o no toman las precauciones necesarias al compartir la vía con motociclistas. Esta falta de respeto y consideración pone en peligro la vida de los usuarios vulnerables y genera un entorno vial hostil. Es necesario invertir en infraestructura vial que tenga en cuenta las necesidades de los usuarios vulnerables. Se deben construir aceras adecuadas, carriles para bicicletas separados de la vía de los vehículos y cruces de peatones seguros. Estas medidas no solo mejorarán la seguridad de los usuarios vulnerables, sino que también fomentarán modos de transporte más sostenibles y saludables.

Además de abordar las necesidades de los usuarios vulnerables, también es importante considerar la implementación de sistemas de seguridad en los vehículos. Los avances tecnológicos en el campo de la seguridad automotriz pueden desempeñar un papel crucial en la protección de todos los usuarios de las vías. Los sistemas como el frenado de emergencia automático, el control de crucero adaptativo y los sistemas de detección de puntos ciegos pueden ayudar a prevenir colisiones y reducir los riesgos para peatones, ciclistas y motociclistas. Estas tecnologías prometen mejorar la seguridad vial y reducir la incidencia de accidentes, salvaguardando la vida de los usuarios más vulnerables en las carreteras de México. Es fundamental que tanto los fabricantes de automóviles como las autoridades fomenten la adopción de estos sistemas y promuevan su uso para garantizar una mayor seguridad en nuestras vías.

Finalmente, es fundamental que las autoridades tomen medidas firmes para hacer cumplir las leyes de tránsito y garantizar la seguridad de todos los usuarios de las carreteras. Se deben imponer sanciones más estrictas a los conductores que no respeten las normas viales y se deben realizar campañas de fiscalización regular para asegurar el cumplimiento de las leyes de tránsito.

La protección de los usuarios vulnerables de las carreteras en México debe ser una prioridad. Todos los ciudadanos tenemos la responsabilidad de respetar las leyes de tránsito y garantizar un entorno vial seguro

 

¡Qué las víctimas de los siniestros viales REVIVAN en la mejora de la seguridad vial!

- Rosario Hernández

En memoria de Darío Aceves Hernández y de todas las víctimas invisibles de la inseguridad vial